Con la
oportuna licencia de su autor, D. José Muelas, me ha parecido oportuno reproducir lo que sigue:
Mi vida ha
sido ser abogado y no economista y es seguramente por eso que mi vida no la han
gobernado principios económicos sino los principios éticos que, al menos hasta
hace unos años, yo daba por sentado que regían nuestra profesión.
En estos más de 35 años de ejercicio profesional y
debido a mi ignorancia de los principios que rigen la ciencia económica, he
tratado de ajustar mi comportamiento antes a los principios que yo entendía que
gobernaban desde antiguo mi profesión que a otras consideraciones de naturaleza
mercantil. Seguramente me he estado equivocando toda mi vida y es ahora, al
cabo de los años, cuando la CNMC (Comisión Nacional de los Mercados y la
Competencia), algunos muy concretos LAJ (Letrados de la Administración de
Justicia) y alguna que otra sentencia de nuestro Tribunal Supremo, han venido a
sacarme de este error vital que, sin duda, he padecido y aún padezco.
Durante la carrera la fijación y cobro de honorarios
es una ciencia que no se estudia y seguramente por eso cobrar ha sido siempre
la asignatura más difícil para los abogados y abogadas en ejercicio; pocos de
ellos dominan este arte y lo optimizan de forma que les permita vivir y ejercer
dignamente y no desnaturalice por ello su profesión. Analizar el por qué de
esta dificultad nos retrotrae miles de años atrás; pero no desesperes y sigue
leyendo porque, aunque triste, la historia es interesante.
La antigüedad
romana
Ayudar a quien te llama para ello era para los
antiguos romanos una obligación cívica de naturaleza cuasi sacral, de ahí que
el llamado en auxilio de alguien (el ad auxilium vocatus) no
pudiese cobrar por su trabajo. Si recuerdas tus estudios de derecho canónico
(aunque no se bien si todavía se estudia) recordarás que entre los delitos más
execrables que podía cometer un hombre de iglesia se encontraba el de la
simonía; es decir, la venta de bienes espirituales (sacramentos) a cambio de
dinero. Dicho en corto y por derecho: comete delito de simonía quien vende los
sacramentos: quien otorga el perdón de los pecados, la comunión, el viático,
etc. a cambio de dinero es reo de dicho delito.
No te extrañará saber que el oficio del abogado
(del ad auxilium vocatus) era, en la antigua Roma, como el de
los sacerdotes o pontífices de los cultos, un «oficio». Porque con la palabra
oficio (officium) no se designaba en latín ningún tipo de
trabajo sino que con ella se hacía referencia a un deber moral para con el
resto de los ciudadanos, un deber que se ejercía con liberalidad
(gratuitamente) y de buena fe. Similar en su naturaleza a los servicios
religiosos (que todavía se llaman oficios hoy día) los servicios jurídicos se
prestaban ex officio a impulsos de ese deber cívico y sin
salario alguno a cambio. Cobrar salario (merces) era para los
juristas algo tan reprobable (mercennaria vox) como vender los
sacramentos para los sacerdotes (delito de simonía).
Parece que en pleno siglo XXI los clientes de los
abogados aún siguen teniendo presente esa naturaleza eminentemente gratuita de
los oficios de los letrados pues en ningún otro lugar distinto de los despachos
de abogados se echa más de menos la expresión «¿se debe algo?» en boca de los
clientes. Al parecer los consumidores españoles estudian derecho romano antes
de acudir a la consulta de un letrado.
Y ¿de qué vivía un abogado? Bueno, pues de las
donaciones que el cliente quisiera hacerle «en honor» a sus servicios. De ahí
que, aquello que reciben los letrados de sus clientes en honor a los servicios
prestados no se denomine salario, indemnización, estipendio, suma, unto, gato,
guita, pasta ni parné; sino que recibe un nombre bien distinto.
La vieja virtud romana llevó al tribuno de la plebe
Cincio Alimento (el nombrecito del tribuno tiene su guasa) a someter a
plebiscito en el 204 a.C. una ley que prohibía a los abogados cobrar por sus
oficios y así promulgó una «lex muneralis» que convirtió a la abogacía en la
profesión «liberal» que ahora es. Porque liberal viene tanto de libre como de
liberalidad (donación); es decir, que los ingresos del abogado provenían en
exclusiva de las «liberalidades» (las donaciones) que el cliente satisfecho le
hacía en «honor» a sus servicios. Por eso los abogados llamamos a nuestros
ingresos «honorarios» y por eso nos decimos profesionales liberales. Y así
quedó nuestra profesión en aquel año 204 a.C., llena de gloria y virtud pero
famélica y ayuna de numerario.
El pago de los abogados, como constató Cicerón,
consistía apenas en tres cosas, todas ellas muy virtuosas pero poco nutritivas:
la admiración de los oyentes, la esperanza de los necesitados y el
agradecimiento de los favorecidos.
No es poca cosa esto que señaló Cicerón, luego
volveremos sobre ello.
Sin embargo los dirigentes romanos pronto descubrieron
que de la admiración, la gratitud y la esperanza no se vive por lo que, años
después, Alejandro Severo, hombre sin duda piadoso y práctico a la vez, acordó
asignar víveres a los abogados, fijándolos siglo y medio más tarde Ulpino
Marisciano en 15 modii de harina por todo asunto in urgenti que finendo
sit. Las penas, ya se sabe, con pan son menos y con 15 modii de harina las
fatigas se conllevan mejor que pasando hambre; al fin y al cabo once arrobas de
harina por un pleito, viendo lo que pagan ahora en el turno, oiga, no está nada
mal. Sin duda Ulpino Marisciano tenía fondos de LAJ avant la lettre.
Quizá comprendas ahora cuan exacto es el término «de
oficio» aplicado a los letrados y letradas de España; Cicerón se reconocería en
ellos. En medio de una inacabable procesión de bellos discursos agradeciendo su
labor, admirándose de su ejecutoria y constituyéndolos en la única esperanza de
los desfavorecidos, las administraciones de España no les entregan ni los
miserables 15 modii de harina que hace dos mil años ya les entregaba Ulpino
Marisciano.
Obligados a trabajar por lo que se les quiera pagar
¿conoces un diseño de sistema más parecido a la esclavitud que este?
Sin embargo el mundo fue cambiando y con el
advenimiento de la ilustración llegaron las teorías clásicas y hasta marxistas
de la economía, cualquiera de las cuales, sobre ser absolutamente inaplicables
a nuestro oficio —y escribo «oficio» con toda la intención— dieron pie a que
Comisiones Nacionales de la Competencia y al resto de los «operadores» que
enumeré arriba demostrasen más allá de toda duda su incapacidad para entender
la esencia de una profesión que, quizá por ser demasiado grande, no les cabe en
la cabeza.
Pero de eso escribiré otro día.
(Continuará)
Fuente: La
economía de los abogados – El blog de José Muelas (josemuelas.org)
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